Ni recuerdo cuando fue la última vez que dejé un cuento por aquí. Este me ha quedado un poco largo y pensaba recortarlo, ¡pero así se queda! Si lo quieres leer en un formato más amigable, te lo puedo mandar en pdf...
Nada más levantarme, me gusta tomarle el pulso al día y a la ciudad. Adquirí esta costumbre cuando viví fuera y no consigo dejarla. Nada más salir de casa por la mañana, antes de ir al trabajo, me gusta sentarme tranquilamente en una cafetería, pedir un cortado, y tomarlo mientras siento cómo la ciudad alrededor se va desperezando. Y como además soy un animal de costumbres, siempre acabo tomándolo en la misma cafetería, esa que hace esquina en la placita.
Y allí estaba yo hace ya un tiempo, un jueves como otro cualquiera, entrando en la cafetería de siempre, a la hora de siempre, dormido como casi siempre. Pedí un cortado y, cuando me lo sirvieron en la barra, me fui hacia una de las pocas mesas que quedaban libres junto a la ventana, para poder ver a la gente pasar por la calle. Al acercarme a la mesa observé que alguien había dejado un par de folios manuscritos. Miré alrededor, pero no parecían ser de nadie. Los cogí para acercárselos a la camarera cuando una frase me hizo detenerme sobre los mismos: y esta princesa no era rubia, ni tenía trenzas, ni castillos, ni caballeros… pero sí un bufón de colorines… ¡Era un cuento! Escrito con una letra pulcra, redonda y pequeñita, letra de persona mayor, mujer quizás, con pluma, tinta azul sobre papel reciclado. Volví a dejar los folios sobre la mesa, me senté con mi café y los leí, saboreando aquella historia de una princesa distinta, que vivía no vivía en un castillo. Un cuento para niños, precioso, pero que misteriosamente, no tenía final. La tinta azul poco a poco se iba debilitando y el cuento acababa de repente. Parece que la escritora – mi imaginación puso cara de mujer a la cuentista - se había quedado sin tinta antes de terminar. No pude resistirme. No me preguntes por qué lo hice, porque no lo sé, pero metí la mano en mi mochila, saqué un boli azul y escribí un final para aquel cuento. Luego dejé los folios sobre la mesa, apuré el café y salí para mi trabajo.
Al día siguiente, viernes, volví a la cafetería preguntándome si estaría allí la cuentista, la escritora de cuentos para niños. Había varias personas mayores en el bar, dos viejecitas simpáticas desayunando unos churros, una abuela con su nieta tomando un café antes de llevarla al cole… pero no había cuentos sobre la mesa. Llegó el fin de semana y un concierto, una excursión y alguna otra historia que no recuerdo hicieron que olvidara por completo la historia… hasta el jueves siguiente.
Entré a la cafetería a la hora de siempre, dormido como casi siempre, pedí un cortado, me acerqué a una de las pocas mesas que quedaban vacías junto a la ventana y allí, en una de las mesas, dos folios reciclados escritos con tinta azul me esperaban. Esta vez eran historias del País Nuncajamás, también esperando un final. Mire a mi alrededor, esperando identificar a la autora de aquellos cuentos que me parecían maravillosos, pero nada. ¡No había nadie en la cafetería que pareciera ser ella! Rebusqué en mi mochila, saque un boli y acabé el cuento. Decidí esperar, a ver si volvían a por las hojas, pero al final se hizo tarde, mi hora de trabajar se acercaba y tuve que dejar las hojas sobre la mesa y marchar de la cafetería.
La historia se repitió durante meses. Todos los jueves, al entrar en la cafetería de siempre a la hora de siempre, dormido como casi siempre, encontraba un par de folios de papel reciclado con un cuento para niños escrito en tinta azul. Hubo historias de monstruos buenos y brujas malvadas, de viajes fantásticos, de excursiones en tren, de niños y niñas de este lugar y de otros países, hubo cuentos alegres, tristes, con y sin moraleja, pero siempre, siempre un cuento por semana, un cuento inacabado al que yo añadía un final. Poco a poco fui yo también dejando principios de cuento sobre la mesa que, el jueves siguiente, encontraba acabados junto con los folios reciclados de un nuevo cuento por acabar. Sólo un jueves de invierno faltaron los cuentos, sólo un jueves de primavera falté yo. Pregunté muchas veces a la camarera, pero nunca me quiso decir quién recogía los cuentos. Yo sabía que ella lo sabía, pero nunca quise insistir. Había magia en aquella historia y yo, al menos, no tenía ninguna intención de acabar con ella.
Sí, es cierto. La historia está escrita en pasado, porque hace un mes, más o menos, dejé de encontrarme cuentos en la mesa. Nada, ni un papel, ni una nota, ni un mensaje de despedida… Pregunté a la camarera y me dijo que la persona que dejaba los papeles, efectivamente una viejecita mayor y encantadora, había dejado de ir por allí. Pero que ella no sabía por qué, ni tenía forma de contactar con ella.
Hoy es jueves y esta mañana, al entrar en la cafetería de siempre a la hora de siempre, dormido como casi siempre, encontré sobre una de las mesas de la ventana un folio, solo uno, escrito con boli azul, con una letra redonda, de caligrafía.
Nada más levantarme, me gusta tomarle el pulso al día y a la ciudad…
Nada más levantarme, me gusta tomarle el pulso al día y a la ciudad. Adquirí esta costumbre cuando viví fuera y no consigo dejarla. Nada más salir de casa por la mañana, antes de ir al trabajo, me gusta sentarme tranquilamente en una cafetería, pedir un cortado, y tomarlo mientras siento cómo la ciudad alrededor se va desperezando. Y como además soy un animal de costumbres, siempre acabo tomándolo en la misma cafetería, esa que hace esquina en la placita.
Y allí estaba yo hace ya un tiempo, un jueves como otro cualquiera, entrando en la cafetería de siempre, a la hora de siempre, dormido como casi siempre. Pedí un cortado y, cuando me lo sirvieron en la barra, me fui hacia una de las pocas mesas que quedaban libres junto a la ventana, para poder ver a la gente pasar por la calle. Al acercarme a la mesa observé que alguien había dejado un par de folios manuscritos. Miré alrededor, pero no parecían ser de nadie. Los cogí para acercárselos a la camarera cuando una frase me hizo detenerme sobre los mismos: y esta princesa no era rubia, ni tenía trenzas, ni castillos, ni caballeros… pero sí un bufón de colorines… ¡Era un cuento! Escrito con una letra pulcra, redonda y pequeñita, letra de persona mayor, mujer quizás, con pluma, tinta azul sobre papel reciclado. Volví a dejar los folios sobre la mesa, me senté con mi café y los leí, saboreando aquella historia de una princesa distinta, que vivía no vivía en un castillo. Un cuento para niños, precioso, pero que misteriosamente, no tenía final. La tinta azul poco a poco se iba debilitando y el cuento acababa de repente. Parece que la escritora – mi imaginación puso cara de mujer a la cuentista - se había quedado sin tinta antes de terminar. No pude resistirme. No me preguntes por qué lo hice, porque no lo sé, pero metí la mano en mi mochila, saqué un boli azul y escribí un final para aquel cuento. Luego dejé los folios sobre la mesa, apuré el café y salí para mi trabajo.
Al día siguiente, viernes, volví a la cafetería preguntándome si estaría allí la cuentista, la escritora de cuentos para niños. Había varias personas mayores en el bar, dos viejecitas simpáticas desayunando unos churros, una abuela con su nieta tomando un café antes de llevarla al cole… pero no había cuentos sobre la mesa. Llegó el fin de semana y un concierto, una excursión y alguna otra historia que no recuerdo hicieron que olvidara por completo la historia… hasta el jueves siguiente.
Entré a la cafetería a la hora de siempre, dormido como casi siempre, pedí un cortado, me acerqué a una de las pocas mesas que quedaban vacías junto a la ventana y allí, en una de las mesas, dos folios reciclados escritos con tinta azul me esperaban. Esta vez eran historias del País Nuncajamás, también esperando un final. Mire a mi alrededor, esperando identificar a la autora de aquellos cuentos que me parecían maravillosos, pero nada. ¡No había nadie en la cafetería que pareciera ser ella! Rebusqué en mi mochila, saque un boli y acabé el cuento. Decidí esperar, a ver si volvían a por las hojas, pero al final se hizo tarde, mi hora de trabajar se acercaba y tuve que dejar las hojas sobre la mesa y marchar de la cafetería.
La historia se repitió durante meses. Todos los jueves, al entrar en la cafetería de siempre a la hora de siempre, dormido como casi siempre, encontraba un par de folios de papel reciclado con un cuento para niños escrito en tinta azul. Hubo historias de monstruos buenos y brujas malvadas, de viajes fantásticos, de excursiones en tren, de niños y niñas de este lugar y de otros países, hubo cuentos alegres, tristes, con y sin moraleja, pero siempre, siempre un cuento por semana, un cuento inacabado al que yo añadía un final. Poco a poco fui yo también dejando principios de cuento sobre la mesa que, el jueves siguiente, encontraba acabados junto con los folios reciclados de un nuevo cuento por acabar. Sólo un jueves de invierno faltaron los cuentos, sólo un jueves de primavera falté yo. Pregunté muchas veces a la camarera, pero nunca me quiso decir quién recogía los cuentos. Yo sabía que ella lo sabía, pero nunca quise insistir. Había magia en aquella historia y yo, al menos, no tenía ninguna intención de acabar con ella.
Sí, es cierto. La historia está escrita en pasado, porque hace un mes, más o menos, dejé de encontrarme cuentos en la mesa. Nada, ni un papel, ni una nota, ni un mensaje de despedida… Pregunté a la camarera y me dijo que la persona que dejaba los papeles, efectivamente una viejecita mayor y encantadora, había dejado de ir por allí. Pero que ella no sabía por qué, ni tenía forma de contactar con ella.
Hoy es jueves y esta mañana, al entrar en la cafetería de siempre a la hora de siempre, dormido como casi siempre, encontré sobre una de las mesas de la ventana un folio, solo uno, escrito con boli azul, con una letra redonda, de caligrafía.
Hola, señor desconocido:Hoy es jueves y la gente me mira extrañada, preguntando por qué, con los ojos arrasados en lágrimas, leo y releeo un folio de papel reciclado escrito con tinta azul, por qué, mientras las lágrimas ruedan por mis mejillas, saco un papel y un boli de mi mochila y garateo con letra temblorosa un cuento en la parte de atrás de un folio de papel reciclado, escrito con tinta azul...
Mi abuela, todos los jueves, al acercarse al ambulatorio a su revisión semanal (estaba un poco enfermita), se sentaba en esta cafetería y me escribía un cuento, que luego me acercaba a casa a la hora de comer. Un día me contó que olvidó el cuento y que, al volver a recogerlo, se encontró con que tenía un final precioso. Al jueves siguiente volvió a dejar un cuento inacabado, que recogió de nuevo con final al salir de la consulta del médico. ¡No se puede imaginar la ilusión que nos hizo, a ella y a mí! Mi abuela, desde entonces, dejaba un cuento inacabado que recogía después pero cuyo final no leía hasta que, al llegar a casa a la hora de comer me leía el cuento en voces altas y, juntos, descubríamos el final. Un día incluso encontró un cuento que usted había empezado y que acabamos entre los dos, para devolvérselo al jueves siguiente. ¿Sabe? Los cuentos de los jueves devolvieron a mi abuela un poco de alegría. ¡Los dos deseábamos que llegara el jueves para tener nuestro nuevo cuento semanal! Mi abuela pasaba el resto de la semana ideando principios de cuentos para que usted los acabara.
Mi abuela murió ayer tras una larga enfermedad que la ha mantenido en el hospital en este último mes. Mientras ha estado ingresada le he leído todos los cuentos de los jueves, uno cada tarde, incluso al final cuando no estaba demasiado seguro de que ella pudiera oírme. Ahora mi abuela se ha ido, pero a mí me gustaría seguir leyéndole un cuento en voz alta cada jueves por la noche, porque seguro que allá donde esté, le gustará oírlos. ¿Le importaría que sea yo el que, a partir de ahora, empiece cuentos para mi abuela a los que usted pueda poner final? Si no le importa, como entro temprano al colegio, se los dejaré a la camarera para que se los entregue y los recogeré cuando vuelva a casa a comer.
Muchas gracias, señor desconocido, por habernos hecho tan felices a mi abuela y a mí, estos últimos meses.
Nada más levantarme, me gusta tomarle el pulso al día y a la ciudad…
1 comentario:
Soberbio como texto sencillo y breve, sobrecogedor como anécdota, esperanzador como su historia, cálido como sus personajes... único, como tú.
Un fuerte abrazo, escritor de sueños.
Nos leemos.
Publicar un comentario